sábado, 14 de mayo de 2011

PREMIOS CAECILIA A LAS LETRAS 2011

La pasada noche del jueves 12 de mayo de 2011 se reunieron los miembros del Jurado de los Premios Caecilia, formado por diversos miembros de la Asociación Caecilia, caso de su Presidente, y Presidente del Jurado, Miguel Ángel Perea Monje, el Secretario de la Asociación y secretario del Jurado, Nicolás Manuel Ozáez Gutiérrez, el redactor jefe de COPE JAÉN y miembro de la Asociación Caecilia, Antonio Agudo Martín, el vocal y presentador de la gala, el doctor Eufrasio Pérez Navío; los miembros de la Asociación Histórico Cultural General Reding, su presidente Antonio Miguel Troyano Merino, el vocal Faustino Soriano Heredia, Miguel Ángel Padilla Lendínez, vocal de la Asoc. Reding, Mercedes Cano y el bandolero Ildefonso Curro Jiménez. Invitados especiales fueron el Coordinador del grupo de lectura literario Tinta de Limón, Antonio Llave y la psicóloga y colaboradora de la Asociación Caecilia, Lina Domingo y el fotógrafo José María García Verdejo, último premio Caecilia a las Artes y miembro de varios colectivos culturales locales y provinciales, a quien le debemos las fotos que ilustran este texto.



Reunido en sesión plenaria para designar los Premios Caecilia del ejercicio 2011, acordaron conceder los distintos galardones, en su 17ª edición a las siguientes personas e instituciones:
(...)
El PREMIO CAECILIA A LAS LETRAS ha recaído en Don JOSÉ RAMÓN PARRA BAUTISTA, autor de la novela UDRÍ, abogado en ejercicio en Almería, y profesor adjunto de la Universidad de Almería.


Por todo ello, muchas gracias.
Jose Ramón Parra Bautista

domingo, 19 de diciembre de 2010

UDRÍ.- PRÓLOGO


Empezaré por decir que UDRÍ es mucho más que una novela. Y que posiblemente escribir este prólogo no sea suficiente para poder explicar las sensaciones que me produjo su lectura gracias al juego de espejos que reflejan los sentimientos y las acciones de sus personajes y que el autor propone con descarada soltura. Hoy es difícil encontrar entre el tsunami de novedades una historia cuajada de principio a fin, con cuerpo, que enganche desde el comienzo y que nos mantenga atentos durante la travesía. Una historia breve pero intensa, escrita desde y para la piel. El autor además no miente. Habla de lugares que conoce a la perfección porque los ha vivido, bebido y transitado, lugares que convierte en auténticos personajes porque la voz omnisciente es una sombra que planea en paralelo a la memoria. Es también difícil encontrarse con la primera novela de un autor que no tenga fuego de artificios, que juegue con el tiempo y que salte entre escenarios con la habilidad de un equilibrista. UDRÍ es un edificio firme cimentado por un escritor maduro que ha utilizado andamiajes de bambú y tristeza. Un ejercicio redondo cuyo vocabulario barroco envuelve de regalo la narración. No nos permite su autor imaginar sus personajes. Ha decidido moldearlos y describirlos con minuciosidad de relojero, así no nos permite el despiste para manejar el hilo sin descanso hasta el final de la narración. Con todas estas armas Jose Ramón Parra nos habla de regresos y reencuentros, de la enfermedad de la nostalgia, de la inquietante soledad, del destino azaroso y nos habla de silencios. Pero UDRÍ es sobre todo y ante todo una historia de amor, creada para hablarnos de algo que quizá hayamos perdido y que nos concedieron con sus textos neoplatónicos poetas que llevan muertos más de diez siglos: El amor como método y camino de ascensión, el amor irresistible hecho a golpes de turbación y extenuación.

El hacedor de todo esto es un abogado de prestigio y profesor de la Universidad de Almería. Eligió el Derecho pero está a tiempo de torcerse y regalarnos más belleza. Pasen esta página sin dilación y den fe, ustedes mismos, de lo que acabo de relatarles.

Óscar Santos Payán

viernes, 10 de diciembre de 2010

UDRÍ.- LO QUE HAN DICHO DE ELLA



Lo que dijo el PLATÓNICO EMBOSCADO
DEFENSA DE ABDÓN.

Estimada C.

Tuve conocimiento del fallecimiento de Abdón mientras acababa mis quehaceres en .la ciudad de A……. hace poco más de un mes. Desde entonces no pensaba sino en escribirte unas líneas que no fueran reproche ni condolencia. Me he decidido, y me consta que lo aprecias, a hacer una defensa, pues poco conozco al ser humano o ya habrá algún malediciente que en nuestro pequeño pueblo provinciano estará haciendo circular infundios de variada especie. Nada humano me es ajeno, y sé que lo humano está imbuido de maldad. Que te voy a contar querida….

No solo se trata de que todo el pasado se posó en un segundo sobre su cabeza, ni de que en un latigazo se concentró todo el dolor de una vida; además de eso el acabamiento hizo su entrada triunfal, apabullante sin que nada ni nadie pudiera escapar a tanto dolor. Y en ese dolor todos los años, meses, semanas, días, horas, minutos y segundos llevaban su carga a la espalda, carga nefasta y venenosa que no respeta razón alguna y contra la que no hay escapatoria.

No solo se trata de que el convencimiento de la imposibilidad de vivir un afecto sumergiera su espíritu en un ambiente irreal, ni de que el recuerdo mismo fuera un martillo de diamante que cayera sobre su espíritu con la regularidad de un segundero; además de eso estaba ya roto el hilo invisible que nos une a la vida, roto en varios lugares y en diversos tiempos y no era posible sutura alguna, dejado de la mano de Dios y de los hombres, esos mismos que lo compadecerán ahora. Además de eso, la difícil filigarana de la vida se había desvanecido, poco a poco pero a la vista de los demás, sin queja ni lamento alguno, tal y como hacen los hombres de honor, los pocos que hay. Omnia plaeclara, rara.
No solo se trata de que trazara una línea profunda en la tierra y que volcara, en la soledad más absoluta (os recuerdo), en lo más escondido todo su pesar, ni de que dejara manar lo más sagrado que tenemos, sin marca ni tasa; además de eso, señaló con letra precisa los límites del dolor y de la impostura, señaló lo indigno del sufrimiento, enumeró las condiciones de la buena vida, apostó por la verdad de una vida sin doblez, decidió dejar sonar el acorde más precioso que tenemos y que una vez abandonado ya no tiene marcha atrás.

No solo se trata de que su alma quebrara delante nuestra y de que semejante episodio no lo pudiéramos evitar; además dejó serena su vocación que no pretendió lo imposible, como nuestro común amigo va diciendo por ahí, sino todo lo contrario: lo posible fue lo que nunca tuvo a la mano, y en lo imposible se movió desde siempre con suma facilidad. Y en lo imposible nunca tuvo el sereno afecto que sirve de clima y ambiente para la buena vida, ese clima que yo tampoco he tenido hasta hace poco, como sabes. Sin embargo Abdón habitaba en lo imposible de forma habitual y su alma embravecida no se acostumbró a las medianías de un amor vulgar y mediocre como el que tuvo con esa desgraciada iluminada cuyo nombre me resulta imposible siquiera escribir, ese pozo inmundo de estulticia que se nos presentó como la cima de la belleza y de la inteligencia y no fue más que agua ponzoñosa, infecta de extravagancia y animadversión a la vida, que contaminó a tantos como pudo hasta que se agotó, corrompida de su propia sabia insana, enferma, putrefacta.

¿Quién se compadece del encantador al que le muerde la serpiente? Demasiado esfuerzo en mantenerse en la lejanía de los lugares hiperbóreos, diría yo, ser mortal. Sí, estimada C., nos duele reconocer la condición excelente de los demás y acabamos haciéndolos partícipes de nuestra pequeñez. Amo la vida como pocas veces lo he hecho, ya sabes de mis vicisitudes y los trances en los que me he visto últimamente, y por eso sé que Abdón no tuvo ni remota idea de las vueltas que da el camino, de las sendas que vamos descubriendo a lo largo de la vida, de las vistas que se nos aparecen sin buscarlas, de que la niebla se disipa en unas horas y nos muestra paisajes desconocidos, de que al borde de camino uno se para y bebe agua fresca, descansa a la sombra, retoma el camino y da marcha atrás para perderse irremediablemente en un ir y venir que es la sal de la vida. Luego, con el tiempo, la vida parece que ha sido producto de un plan milimétrico y que lo que somos es así por decisión propia (amor fati, lo siento Nietsche, no nos lo creemos). Pero sabemos que no es así, y que las elecciones que hemos ido haciendo a lo largo de la vida han ido determinando el resultado actual de forma azarosa e impremeditada. No hay vocación ni destino (lo siento Ortega, no nos lo creemos) sino voluntad fallida, revisada continuamente en un vértigo que define el devenir no como un juego de dados, pero si como una obra inacabada y perfectible. Y esto no lo supo Abdón, que habitaba un mundo imposible para nosotros. Descanse en paz, si lo dejamos

Ningún hombre conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él. (1 Corintios 2,11). Seamos indulgentes, pues.

¿Recuerdas a Aelio Hadrianus?:

Animula vagula, blandula,
Hospes comesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut solis, dabis locos.


Siempre nos quedamos con el primer verso, pero lo importante es el último y su recuerdo: “pequeña, mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos, desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de infancia”. Te apunto lo importante ahora, los juegos de la infancia, la patria del hombre. Celebérrimos versos, inmersos ya en la novela. Qué te voy a contar estimada C, si tú me los enseñaste. Pero ¿quién se acuerda de los juegos de infancia de nuestro imposible amigo hiperboreo? Yo no. ¿Tú?

Y los consejos, tan fuera de lugar. Ahora pretenderán los moralistas, esa caterva de sepultureros de la moral, embalsamadores de sentimientos, poetas normativos, sacar enseñanza y endosarla al primero que pase. No, gracias. Por eso esta defensa postrera del espíritu libre, inconformista. El espíritu o es libre o no es nada. Te lo digo desde lo más hondo de un naufragio, como sabes. Todavía me queman las brasas de mi casa incendiada, perdida. Todavía me duele la visión del campo arrasado por el pedrisco, de la vista de la derrota. Ya me parece algo tan lejano… y ya solo me embarga la esperanza. El dolor de ahora es la felicidad de mañana, me comentó nuestro común amigo. Tanta verdad no cabe expresarla de otro modo sino con esta apología de Abdón, le pese a quien le pese.

Me acordé de Fedón o el Alma, el Diálogo más querido de Abdón. Y recuerdo siempre como lo que más le gustaba era resaltar la permanente sonrisa de Sócrates, esa sonrisa que demostraba no indiferencia a la muerte, sino la tranquilidad en el trance de la que el filósofo debe hacer gala, si realmente los es, sobre todo en los momentos más difíciles. Esa tranquilidad que seguro él tuvo. Socrático hasta el final (también platónico, desgraciadamente para él), dejó con su marcha el mismo dolor que él, porque los demás estamos en lo posible, para bien o para mal, y no nos gustan los seres excelentes. Platón dibujó un Sócrates sonriente hasta el final (¡Critón, le debemos un gallo a Asclepio!) una sonrisa que es posible en el mundo vertiginoso y terrenal de Sócrates, pero que es imposible en el mundo fosilizado de ideas inmutables que el alumno construyó para nuestra desgracia. El paso de Sócrates a Platón no se ha explicado suficiente, si es que es posible. Seguimos leyendo los Diálogos como palabras de Sócrates, cuando apenas si queda algo más que una leve brisa fresca del tábano furioso en un mundo anquilosado que ha prefigurado lo peor de la vida: el trasmundo, estimada C., pero qué te voy a contar a ti.

También he vuelto a nuestro Epícteto, tan caro a Abdón y tan poco seguido por él mismo. Esclavo, siervo, Epícteto, no deja de ser curioso llamarse así y que se le atribuya El Enquiridión:

“XXI. Deja que la muerte, el exilio y todo aquello que parece terrible se presente cotidianamente ante tus ojos; pero sobre todo la muerte, y nunca pensarás en nada indigno ni desearás nada de forma desmedida”.

“LII. Condúceme, ¡oh Zeus, y tú Destino!
Por el camino que me habéis prescrito:
Aquí estoy, dispuesto a seguirlo. Y si no quisiere
Atraeré sobre mí la desgracia, y lo seguiré igualmente”.


Te dejo ya. Me estoy poniendo pesado y se me acumulan las citas. Espero tu respuesta y prometo contestarte. Siento haberte preocupado por mis asuntos, así como haber callado tanto tiempo. Si Abdón no está ya con nosotros podemos mantener viva la cordialidad que mantuvimos tanto tiempo. El nos echará de menos a nosotros más que nosotros a él. Animula, vagula, blandula.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Cine Andalucía "in memoriam"





La verdad es que uno de mis recuerdos antiguos lo sitúo en la puerta del cine Andalucía, haciendo cola antes de que comenzara el primer pase de ese día, disfrutado del frescor de la yedra recién regada con la que mi tío intentaba espantar el calor agobiante de un tórrido julio en el valle del Guadalquivir. Entonces asistía al cine casi a diario, además de porque en mi pueblo por las noches no había mucho que hacer, por la bendita razón de que no pagaba para entrar. Y me recuerdo retrepado en una silla de metal pintada de verde, incomoda y corroída por el óxido, con la noche cayendo sobre la pantalla para espantar las salamanquesas que corrían ingrávidas por las paredes encaladas, buscando el abrigo de la luz intermitente de las farolas de latón, atento al sonido de las bobinas del proyector al enrollar los largometrajes con los que construí en mi imaginación mundos distintos y posibles, cuando menos en la vida de los otros: los primeros vuelos en avión, las temerosas travesías en barco por mares que me quedaban tan lejos, los disparatados viajes por tierras indómitas y remotas…, mis primeras victorias y, sin duda, el primer amago de deseo que se gestó en el interior de una rebotica. La mayoría de las veces me bastaba con los tráileres de las películas que íbamos a ver en los días próximos, bajo la atenta explicación de una poderosa voz en off con la que por entonces se construyeron aquellos primeros sueños con los que escapar de pueblo al que ahora tanto echo de menos.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Fragmento de los Misterios de Cela



(...)

Él se encogía de hombros y seguía sonriendo.
Salieron al Paseo de Recoletos y Agustín preguntó si mandaba parar un taxi, aunque Horacio prefirió descansar recorriendo a pie el camino que los separaba del Prado. A pesar de que el día estaba despejado, las sombras se difuminaban por el suelo, emborronadas por el bisel de polución que se arqueaba apoyado encima de los tejados del viejo Madrid. Subieron por el Paseo de Recoletos hasta la Plaza de Cibeles, donde dos policías monumentales se empeñaban, inútilmente, en desatascar el tráfico denso del centro de la villa; huyendo de los estridentes cláxones y los nerviosos motores en ralentí torcieron camino del Paseo del Prado. En apenas un cuarto de hora enfilaron la entrada del museo, por la puerta de Velázquez, dirigiéndose directamente a la sala 67, en la que se encontraba expuesto el cuadro de Francisco de Goya, tal y como le habían informado al pagar el billete en la taquilla. Por una moneda de cien pesetas Horacio tomó prestada un audio-guía con forma de orejeras y se sentó en una bancada dispuesta en medio del corredor, junto a un grupo de japoneses que atendían en silencio las explicaciones de uno de los cicerones orientales de la Fundación de Amigos del Museo del Prado. Sea por el idioma o por lo vehemente de su explicación, al guía se le cerraban los ojos a la par que se le hinchaba la vena del cuello como a un cantante de flamenco en pleno trance.
Horacio leyó la ficha del cuadro antes de presionar el botón que accionaba la audición.
Num. de catálogo.-P00763.
Autor.- Goya y Lucientes, Francisco de.
Título.- Saturno devorando a un hijo.
Cronología.- 1821 – 1823.
Técnica.- Técnica mixta.
Soporte.- Revestimiento mural.
Medidas143 cm x 81,00 cm.
Escuela.-Española.
Tema.- Alegoría.
Procedencia.- Donación barón Émile d'Erlanger, 1881.
“La imagen de Saturno devorando a su hijo llega a extremos de terror. El gigante, con ojos de espanto, aprieta con diabólica saña el guiñapo sanguinolento en que ha convertido el cuerpo humano que come, en lo que es un terrorífico episodio de canibalismo incestuoso…”. Enseguida se descolgó el auricular del oído y miró a Agustín que se distraía emparejando a puntapiés las zapatas de la puerta metálica. Cuando se volvió al cuadro, ante la atenta mirada del dios romano del tiempo envuelta en la negrura de un tétrico claro oscuro, se le vino a la memoria el reloj solar cincelado en la piedra de San Cristóbal, su fatal amenaza: “OMNES FERIVNT, VLTIMA NECAT”.

domingo, 21 de marzo de 2010

La Peña



La Peña.


Detenido en el umbral silencioso de la puerta de su habitación, sin atreverme a entrar, la imaginé con la mirada abandonada en los rieles de la vía, debajo de un cielo encapotado que se derramaba líquido y espeso sobre los campos sedientos de Cela. El tren traqueteando sobre su peso antes de echar a andar, como desperezándose, y el andén vacío y solitario. La noche anterior Marina me preguntó si estaba dispuesto a dejar el pueblo, a Horacio, y marcharme a Madrid, si estaba dispuesto a dejar mi vida. Y yo no pude contestarle.
Oí el coche de Agustín que volvía de la estación; maniobra al aparcar delante de la casa. Entonces eché a correr. Corrí dejando atrás las calles del pueblo, la jara empapada y los pinares reverdecidos, hundiendo mis pisadas en la tierra embarrada, chapoteando en los charcos que se habían formado en el camino, buscando el amparo de La Peña. Desde allí abajo, con las manos apoyadas en los muslos, jadeando, casi extenuado, con el aire haciéndome daño en el pecho, en mitad del talud donde se estrecha la vereda por la que se abandona definitivamente el valle, la estampa de la Peña se remata con una enorme mole de granito que se eleva hacia las alturas como un obelisco recortado en la mañana, que ya clarea al fondo, con la luna aún colgada del cielo. En la memoria de Cela se ha fraguado la creencia que fue un monje de San Cristóbal el que sacrificó su alma, en pugna con el mismísimo diablo, para la salvación del alma de los habitantes del pueblo, y así, como Jesús, ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches, antes de que su cuerpo, consumido por el sacrificio, se petrificara en plena imploración para mayor gloria de Dios y su Santa Madre Iglesia. Y leyenda o no, lo cierto es que a ese lugar, a ese concreto sitio de la sierra, yo acudía de cuando en cuando en busca de la tranquilidad necesaria para apaciguar el ánimo. Fue allí donde pude contestar a su pregunta: sí, estaba dispuesto a abandonar mi vida.
El día que ella se fue, a Cela le devolvieron sus nubes.

domingo, 20 de diciembre de 2009

DISPARO




Los cambios de tiempo aún hurgan en la cicatriz de mi herida; el frío intenso que baja de la sierra, el calor sofocante invernado debajo de la polución, los nublos que descollan por encima de los rascacielos de Madrid, repasan la trayectoria abierta de la bala, travestidos de un picor punzante, de uno a otro lado de mi entrepierna. Es otra forma de traer al recuerdo lo sucedido en aquellos días, de que no olvide, por mucha distancia que le haya dado a Cela, la miseria de la condición humana.
"Herida de bala en las partes blandas del muslo derecho, producida por disparo a bocajarro. Orificio de entrada de 7 á 8 milímetros de diámetro redondeado y situado en la cara anterior del masto tercio medio, orificio de salida, cara posterior del muslo anchamente abierto con dos extensos colgajos y por el que asoman fragmentos de músculos. Regularizada la herida con las tijeras se le dieron 15 puntos de sutura. Probablemente la cicatriz será completa al mes." Así decía el parte médico de mi intervención, aunque, como puede verse, no me previno del recuerdo que después de tanto tiempo aún abriría la vieja herida.